Si tuviera que elegir lo mejor del Concilio y lo que quisiera conservar sobre todo lo demás, no lo dudaría: la apertura y acercamiento a todos los hombres, el deseo de servirlos humildemente y el optimismo con que supo mirar al mundo, las religiones y a la misma Iglesia. Ese talante servicial y optimista, siempre positivo, no debería perderse nunca porque nace de la confianza en el Padre Dios.
Y no se trata de un optimismo barato o adulador, sino de un optimismo que tiene mucho que ver con la mirada de Dios sobre el mundo y los hombres, una mirada cariñosa que reconoce los avances, los esfuerzos y las dificultades. Por eso el Concilio reconoce los logros del mundo, mejorables, y para eso ofrece su ayuda (Gaudium et Spes) y reconoce también lo bueno de las religiones no cristianas y de las otras confesiones cristianas (Unitatis Redintegratio).
1. EL OPTIMISMO DE JUAN XXIII
A. Sobre los tiempos modernos
En el cotidiano ejercicio de Nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida, y como si en tiempo de los precedentes Concilios Ecuménicos todo hubiese procedido con un triunfo absoluto de la doctrina y de la vida cristiana, y de la justa libertad de la Iglesia. Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia. (Discurso de apertura del Concilio, 11 de octubre de 1962).
Su confianza en la Providencia le hace fijarse más en lo positivo.
B. Sobre el mundo y los errores
Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas. No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida. Cada día se convencen más de que la dignidad de la persona humana, así como su perfección y las consiguientes obligaciones, es asunto de suma importancia.
Puede decirse de Juan XXIII que es excesivamente optimista, o también que es un creyente que confía en los hombres, pero sobre todo confía en Dios.
2. PABLO VI: DIÁLOGO HUMILDE
La encíclica Ecclesiam Suam (1964), programática de su pontificado, está dedicada más de la mitad (nn. 54-111) al diálogo que la Iglesia debe establecer con toda la humanidad (91-99), con los que creen en Dios (100-101), con los cristianos separados (102-105) y en el interior de la Iglesia (106-111). [1]
El diálogo –según la encíclica– es una obligación para la Iglesia porque debe difundir, ofertar, lo que ha recibido de Cristo (n. 59). Ha de hacerse con claridad, confianza en el valor de la propia palabra y en el interlocutor, y prudencia que tenga en cuenta las condiciones del que escucha (n. 75).
Nuestros contemporáneos exigen, para que sea posible un diálogo sincero, reconocer el derecho a hablar del otro, suponer su buena intención, reconocer que tiene valores y algo que decir, escucharlo y ponerse en su lugar. Quien quiera ser comprendido y escuchado debe esforzarse en escuchar, comprender y respetar a los otros. El clima del diálogo es la amistad (n. 80).
Donde está el hombre capaz de comprenderse a sí mismo y de comprender al mundo, nosotros podemos comunicar con él; donde las asambleas de los pueblos se reconocen para establecer los derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados, si se nos permite, de sentarnos entre ellos. Si existe en el hombre un “alma naturalmente cristiana”, queremos honrarla con nuestro afecto y nuestro diálogo. [...] No somos la civilización sino colaboradores en su edificación (Ecclesiam Suam 91).
La Iglesia es consciente de que ha de evitar el relativismo, el sincretismo, el escepticismo, etc., pero el mundo no puede salvarse desde fuera. El modelo de diálogo (Ecclesiam Suam llama así a la revelación) es el que entabló Dios con los hombres: el Verbo de Dios se hizo hombre. En consecuencia, la Iglesia debe compartir las alegrías y sufrimientos de los hombres, también sus ideas y modos de vida siempre que sean humanas y honestas, no interponer la distancia de los privilegios [2] o la división del lenguaje incomprensible.
La Iglesia, como depositaria de la revelación, corre el riesgo de sentirse en situación de ventaja y por eso querer imponerse[3]. Conviene no olvidar nunca que, aun teniendo la Palabra de Dios de nuestra parte, ahora vemos como en un espejo; la asistencia del Espíritu Santo es para no caer en el error; y profundizar en la verdad es un compromiso, un esfuerzo y un camino “hasta que el Señor vuelva”, cuando lo veamos tal cual es.
3. RAZONES PARA EL OPTIMISMO
Fijándonos sólo en parte del discurso de Pablo VI al clausurar el Concilio (7 de diciembre de 1965) podemos señalar:
A) El Concilio ha querido dialogar con los humanismos laicos modernos y lo ha hecho con enorme simpatía y con espíritu evangélico, el del buen samaritano.
El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios hecho hombre, se ha encontrado con la religión –porque tal es– del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas –y son tanto mayores, cuanto más grande se hace el hijo de la tierra– ha absorbido la atención de nuestro Sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros –y más que nadie– somos promotores del hombre.
B) También el Concilio ha sabido escoger, y ha preferido fijarse más en la grandeza del hombre que en sus miserias. Es una opción por la confianza en el hombre. Y sobre todo, la actitud dialogante la ha sabido llenar de respeto a las personas. Las ideas se discuten, se razonan y se rechazan, llegado el caso, pero las personas no debe haber otra cosa que respeto y amor.
¿Y qué ha visto este augusto Senado en la humanidad, que se ha puesto a estudiarla a la luz de la divinidad? Ha considerado una vez más su eterna doble fisonomía: la miseria y la grandeza del hombre, su mal profundo, innegable e incurable por sí mismo, y su bien, que sobrevive siempre marcado de arcana belleza y de invicta soberanía. Pero hay que reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia optimista. Una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio al mundo contemporáneo. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige no menos la caridad que la verdad; pero para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores; en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza; sus valores no sólo han sido respetados, sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas.
C) Finalmente, el Concilio ha abandonado la vieja idea del mundo como enemigo del hombre (mundo, demonio y carne) y lo ha sabido ver en toda su complejidad:
Tiene, pues, ante sí, la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación (GS 2).
El Concilio habla del mundo tal como es, sin reduccionismos: el mundo son las personas: la entera familia humana; creado por Dios bueno; víctima del pecado y redimido por Cristo, en camino hacia la consumación.
Atrás quedan, y muy lejos del talante conciliar, “El desprecio del mundo” (Inocencio III). Este desprecio puede encontrar respaldo bíblico en aquellos textos (sobre todo joánicos) que hablan del mundo como el dominio del pecado, el mundo que no conoce al Padre, ni a su enviado. Pero una visión completa del mundo no puede olvidar que es obra de Dios, y que “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Único para que todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,16). El amor de Dios ha vencido al mundo (el pecado del mundo). Aún quedan restos del poder del demonio en el mundo (vanidades, odios, mentiras, etc.) pero el Reino de Dios ya ha empezado y avanza (justicia, paz, servicio, amor, etc.).
El Concilio, superados los reduccionismos, ha comprendido el mundo como escenario del amor y la providencia divina, donde tuvo lugar la salvación y donde se tiene que ir realizando hasta su plenitud. El acercamiento al mundo y el compromiso en el mundo es tan importante para los cristianos, que podemos decir –y este es el talante del Concilio– que fuera del mundo no hay salvación.
4. GRANDES LÍNEAS DEL OPTIMISMO CONCILIAR SOBRE EL MUNDO
El Concilio empieza haciendo suyos los problemas de los hombres, los de la vida real, y por primera vez en la historia un concilio se atreve a hablar del mundo, de lo temporal: de la familia, la cultura, la paz…
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y las esperanzas, las tristezas y angustias de los discípulos de Cristo (GS 1)
Y lo hace con humildad, deseo de servir y optimismo.
El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la iglesia conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir (GS 3).
Gaudium et Spes concentra y explicita el optimismo conciliar ante el mundo contemporáneo al menos en estas líneas:
- El mundo y sus avatares (los signos de los tiempos) son revelación de Dios; reveladores de los designios de Dios en la historia (GS 4 y 11).
- La antropología de la GS, siendo una antropología teológica, es inteligible y con gran capacidad de diálogo con cualquier antropología moderna (GS 12-22).
- El reconocimiento del mundo y sus valores es bien patente al afirmar la autonomía del mundo (GS 36).
- La Iglesia se define como una Iglesia para el mundo, en el doble sentido de ayudar con su doctrina a clarificar los enigmas de la existencia humana y de colaborar en el compromiso de mejorar el mundo y transformarlo construyendo el Reino de Dios. Esto significa tomar en serio las tareas temporales (GS 43) y superar una ética individualista (GS 31).
- La Iglesia reconoce lo que recibe del mundo (GS 44): aprende a expresar el mensaje de Cristo en los conceptos y lenguas de los diferentes pueblos y culturas y procura ilustrarlo con la sabiduría de los filósofos con el fin de adaptarlo así a la comprensión de todos y a las exigencias de los sabios.
- El progreso de las ciencias y los tesoros de las diferentes culturas aprovechan también a la Iglesia. La Iglesia se enriquece también con la evolución de la vida social humana.
AMDG
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[1]
Este diálogo es círculos concétricos de
alguna manera lo escenificó incluso con tres grandes viajes, a la sede de la ONU (todos los hombres), a
Extremo Oriente (religiones no cristianas) y a Jerusalén (encuentro con
Atenágoras, cabeza de la
Iglesia Ortodoxa).
[2]
Juan Pablo II es un hombre dialogante preocupado
por el hombre y sus problemas (Redemptor
Hominis, 1979). Durante el Concilio K.
Wojtyla se expresaba así: “No puede existir diálogo si la Iglesia se coloca por
encima del mundo y no en el mundo. La Iglesia debe presentarse al mundo no como docente
pidiendo sólo obediencia y hablando autoritativamente, sino que más bien debe
buscar junto con el mundo cómo encontrar la verdad: porque si no, el suyo será
un soliloquio” (Citado por J. ANDONEGUI, “Los católicos ante la ética moderna”
en Lumen, 47 (1998) 307.
[3]
B. BENNÀSSAR, señala que en la Veritatis Splendor puede resonar, en algunas líneas, el talante dialogante del
Vaticano II y del mismo Pablo VI,
pero por su preocupación de la “doctrina sana” se inclina más al lenguaje
doctrinal -grandes principios- que el pastoral, más preocupado por la vida y
las personas. “Nos encontramos con alguien que adoctrina, prescribe y
riñe, no con alguien que dialoga. No parece una amonestación hecha con sufrimiento
por parte del Papa, sino para que sufra el que la recibe. Incluso cuando nos
regala un párrafo amable, nos encontramos a continuación con el “pero”... de la
corrección, con la llamada de atención o con una condena insinuada” (Ética civil y moral cristiana en diálogo,Salamanca, Sígueme, 1997, p. 60)
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