Comentario a un texto de Benedicto XVI
para el comienzo del año de la fe
En el editorial de L’Osservatore Romano del pasado 12 de octubre advierte Giovanni Maria Vian que «El papa Ratzinger no es el
sepulturero del Vaticano II», anotación que no podemos menos que acoger con
satisfacción. Al mismo tiempo, sin embargo, es difícil que la lectura de una
afirmación semejante no despierte la pregunta de qué motivos puede haber tenido
el director del periódico oficial de la Santa Sede para sostener algo que
debería resultar obvio, a saber, que un papa no va a neutralizar ni desvirtuar
un Concilio ecuménico. ¿Hay algo en las palabras y acciones de Benedicto XVI
que pueda hacer sospechar, sin duda injustificadamente, lo contrario? Aunque no
es posible examinar aquí todo su ministerio como obispo de Roma, tal vez
encontremos un indicio examinando un texto significativo por su ocasión y el
carácter oficial de su publicación.
En efecto, el día anterior, 11 de
octubre, conmemoración del cincuentenario de la inauguración del Concilio
Vaticano II, aparecía en el número especial del mismo periódico oficial, L’Osservatore Romano, con motivo de tan
fausta celebración, un texto de su santidad Benedicto XVI, cuya redacción está
fechada en Castelgandolfo el 2 de agosto de este año. En este fragmento –que
parece estar destinado a formar parte de una publicación más amplia que deberá
aparecer próximamente en la editorial Herder–, el obispo de Roma evoca el día
de la apertura del Concilio y algunos aspectos de su enseñanza. Un breve
comentario de este texto servirá para iluminar la pregunta que nos hemos
planteado.
El primer párrafo es poco más que
una evocación emocionada de aquella jornada, a la que sigue, en el segundo, una
breve referencia al cometido esencial que se presentaba al Concilio, resumido en
el término «aggiornamento». Sólo en
el tercer párrafo comienza el obispo de Roma a desarrollar consideraciones
concretas sobre el resultado del Concilio. Tras evocar los temas principales
que habían de abordarse, reconoce que era la relación de la Iglesia con la
época moderna lo que constituía la verdadera expectativa del Concilio. A esto
estaba destinada la Constitución Pastoral Gaudium
et Spes; pero –añade inmediatamente–, dicho documento fracasó a la hora de
establecer lo esencial y constitutivo de la modernidad y, en consecuencia, no
se dio en ella el encuentro con los grandes temas de la época moderna.
Dicho encuentro, sin embargo, sí
se produce en dos documentos menores, a saber, en la declaración Dignitatis humanæ sobre la libertad
religiosa, y la declaración Nostra ætate sobre
las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Este juicio tan
alentadoramente positivo, sin embargo, se ve inmediatamente oscurecido por dos
consideraciones del obispo de Roma. Por un lado, la noción de «libertad
religiosa» era susceptible de una interpretación subjetivista; el texto no sólo
no atribuye a Dignitatis humanæ el
haber disipado tal interpretación, sino que sugiere que esta sólo se vio superada
por la providencial elección de Juan Pablo II, trece años después, para
manifestar el íntimo ordenamiento de la fe al tema de la libertad –que, así se
sigue de la lógica interna de la afirmación, no quedaba clara en la declaración
conciliar –.
No corre mejor suerte Nostra ætate, tachada de demasiado
optimista en su evaluación del fenómeno de la religión, olvidando sus formas
distorsionadas. Tras una nueva defensa de la necesidad de evitar una
hermenéutica de la ruptura, concluye el papa con unas breves indicaciones sobre
el contenido del volumen proyectado.
De modo que este breve texto, con
el que el papa saluda desde las páginas de su periódico oficial la
conmemoración del Concilio en el día mismo de su inauguración, apenas menciona
tres documentos de entre todos los emanados por el Concilio, y lo hace para
declarar fallido al primero de ellos –al menos en su intención principal– y
dedicar, en el comentario de los otros dos, más espacio a señalar sus defectos
que sus méritos. Desde luego, no faltan afirmaciones elogiosas sobre estos
documentos (Gaudium et Spes «afirma
cosas importantes» y «da contribuciones notables»; Nostra ætate es un texto «de por sí extraordinario»), pero,
mientras estas no pasan de ser alusiones de pasada, que no merecen un desarrollo
justificado por parte de su autor, las carencias constituyen el tema central de
la explicación, y el tono general del texto es tal que, si no supiéramos que el
número de L’Osservatore pretende
celebrar el aniversario del Concilio, nos sentiríamos tentados de pensar que su
objeto es, más bien, lamentarlo.
En este sentido, permítasenos
hacer, desde el máximo respeto hacia el ministerio del obispo de Roma y el más
profundo aprecio por su enseñanza, un par de consideraciones.
1. Lejos de nosotros pensar que
la recepción del Magisterio, que requiere la debida obediencia a su autoridad,
excluya la posibilidad, y aun la necesidad, de señalar los límites de los
diversos documentos magisteriales, derivados de su circunstancia histórica o,
simplemente, de la imposibilidad de abordar en un solo texto de manera
exhaustiva todo el horizonte del anuncio evangélico. Señalar, pues, los límites
del Magisterio anterior y superarlos con una profundización en su enseñanza es,
sin duda, una tarea ineludible del Magisterio presente, y el propio Concilio
Vaticano II es un ejemplo preclaro de ello.
Ahora bien, el obispo de Roma
tiene sobradas ocasiones para desarrollar su enseñanza acerca de cómo completar
esas carencias mediante su propio Magisterio ordinario. Es posible que
cuestiones como la esencia de la modernidad o las deformaciones de la religión
deban ser completadas por una enseñanza más profunda que la aportada por el
Concilio, y esperamos de Benedicto XVI que lleve a cabo esta tarea. Sin
embargo, tal vez no debería ser tan apresurada la crítica contra los escasos
resultados de Nostra ætate o Dignitatis humanæ, al menos si se
considera la dificultad y la responsabilidad que supone tratar dichos temas
desde la posición, no de un teólogo particular, sino de la máxima autoridad
doctrinal de la Iglesia. El propio Benedicto XVI no habrá olvidado cómo, tras
abordar precisamente estas cuestiones en su célebre Discurso de Ratisbona,
apenas unos días después tuvo que matizar sus palabras –que,
seguramente, había sopesado seriamente de antemano–, de las que se distanciaron
no sólo representantes de otras religiones, sino también un representante de la
idea de «modernidad» tan dispuesto al diálogo con la religión como Jürgen
Habermas.[1] Ante
un resultado semejante, las prudentes reticencias de Nostra ætate («quamvis ab iis
quæ ipsa tenet et proponit in multis discrepent», «prudentia et caritate»), por parcas e insuficientes que a algunos
les parezcan,[2] no parecen tan
desacertadas ni haber errado tanto el objetivo.
Pero, aun reconociendo la
necesidad de abordar críticamente las carencias del Magisterio del Concilio
Vaticano II, la cuestión es si la presente conmemoración de es la ocasión más propicia
para ello. Tal vez lo sería si viviéramos en un contexto de ciega y acrítica exaltación
del Concilio y de sus documentos en el seno de la Iglesia, en cuyo caso una
apelación a un enfoque más matizado sería deseable; pero esto no sólo no es el
caso, sino que lo que caracteriza el momento presente es justo lo contrario.
Por todos lados –no sólo desde el ámbito del tradicionalismo, sino también del
llamado progresismo– se multiplican voces más dispuestas a criticar los
resultados del Concilio que a escuchar serenamente su enseñanza. En este
contexto, dedicar las presentes celebraciones a señalar las carencias del
Concilio resulta tan inoportuno como lo habría sido dedicar la ceremonia de
beatificación de Juan Pablo II a describir sus posibles defectos, por ejemplo,
en la gestión de ciertos escándalos.
Con esto no se alude a peligros
abstractos ni a grupos marginales apartados de la Iglesia (como la FSSPX, que
inevitablemente acude a la memoria cuando se abordan estas cuestiones). En el
caso de Gaudium et spes el grado de
estos ataques es especialmente virulento, como si esta Constitución hubiera
incurrido poco menos que en una capitulación sin condiciones ante las ideas de
la Ilustración anticatólica. ¿Es prudente acentuar el supuesto fracaso de dicho
documento a la hora de determinar la relación de la Iglesia con la edad
moderna, mientras hay autores que llegan a sostener que la Constitución
pastoral «multiplica casi en cada parágrafo» «expresiones de ruptura con el
pasado»,[3] o que
está inspirada en los principios de la Ilustración, irreconciliables con el
cristianismo,[4] llegando a afirmar que
algunas de sus afirmaciones son «error in
fide» o, «con mayor coherencia teológica», «no escapa de la herejía formal»[5]? Las
citas corresponden a un profesor emérito de la Universidad Lateranense y actual
canónigo de la Basílica de San Pedro, sin que, por lo que sabemos, la
proliferación de publicaciones suyas con el mismo tono le haya supuesto
advertencia o sanción alguna por parte del sucesor de aquel cuyos restos
descansan en dicha Basílica.[6]
Aunque estas posiciones son, tal
vez, extremas, sin embargo la tendencia a desautorizar la enseñanza de Gaudium et spes y otros documentos, o a
llevar a cabo una relectura revisionísta o, simplemente, a privarlos de
autoridad como meramente «pastorales» y no autoritativos, está ampliamente
extendida en ciertos sectores de la Iglesia. El obispo de Roma ha afirmado
repetidamente que el valor de dichos documentos no puede negarse; pero que sean
sus defectos en vez de sus virtudes, sus objetivos no logrados en vez de sus
adquisiciones, lo que se dedique a subrayar en sus discursos, no contribuye precisamente
a disipar dichas opiniones disidentes.
2. Si abordamos ahora la cuestión
material de los límites de Gaudium et
Spes no pueden ignorarse las críticas que dicho documento ha recibido desde
las más diversas instancias, desde el propio Joseph Ratzinger[7] hasta
algunos representantes de la Teología de la liberación.[8] Sin
duda el apresuramiento de la redacción final del documento y su deliberada
aspiración a responder a su propio contexto histórico están en la base de estas
críticas. Así, por ejemplo, la teología de la liberación señala el carácter
eurocéntrico o nordatlántico de la reflexión de Gaudium et spes, y el no haber desarrollado una verdadera teología
situada desde la perspectiva de los pobres, mientras que otras instancias han
señalado su visión demasiado optimista del contexto histórico.
Sin ignorar lo que de justo puede
haber en tales críticas, quisiéramos señalar que la misma estructura lógica que
permite justificarlas desde un punto de vista teológico presupone el espíritu y
la enseñanza misma del documento objeto de su crítica. En efecto, podemos
señalar nuestras propias distancias frente a Gaudium et spes sobre la base del alejamiento de las problemáticas
del presente (o de contextos geográficos, culturales, sociales o económicos)
respecto a los que conformaban el contexto del Concilio Vaticano II; pero esto
se justifica en virtud de la exigencia, planteada precisamente por la propia
Constitución pastoral, de ejercer el anuncio del Evangelio en relación al
contexto humano concreto en que la Iglesia está llamada a cumplir su misión. Esto
no solamente es una enseñanza de Gaudium
et spes, sino que constituye su punto central, tanto por lo que se refiere
al contenido como por el modelo pragmático que ofrece al Magisterio posterior y
al conjunto de la teología. Podemos criticar que Gaudium et spes por no responder ya a nuestro contexto precisamente
porque Gaudium et spes exige
responder a dicho contexto.
En este sentido, haya conseguido
o no Gaudium et spes conectar con la
precisa esencia de la modernidad, o aunque no esté en condiciones de iluminar
los problemas concretos del presente, la enseñanza de la Constitución pastoral
sigue siendo de un valor incalculable, al haber inaugurado un modo nuevo de
ejercicio del Magisterio y haber dictado unos requisitos imprescindibles para
la martyría cristiana del futuro. No
sólo se trata del primer documento de un Concilio Ecuménico que no se dirige
únicamente a los católicos, sino a todos los hombres (GS 2), sino que se plantea, como punto de partida para presentar la
verdad del Evangelio, situarse en el centro de los problemas y aspiraciones de
la humanidad. Esta adquisición es, a nuestro juicio, algo mucho más digno de
ser resaltado, especialmente en el marco de la conmemoración del Concilio, que
las posibles deficiencias en que haya podido incurrir el documento a la hora de
completar su programa.
También esas deficiencias
deberían ser objeto de un juicio más matizado. Podemos, como hace el obispo de
Roma, considerar que la Constitución pastoral no llega a aclarar
sustancialmente lo esencial y constitutivo de la modernidad –cuestión a la que,
por otra parte, ni siquiera el pensamiento moderno ha dado una respuesta
enteramente satisfactoria–; pero, ¿verdaderamente podemos considerar que el
esfuerzo de Gaudium et spes respecto
a la relación entre la Iglesia y la modernidad como algo fallido? Por mencionar
sólo un punto central, ¿no constituye el número 36 un gigantesco avance en la
historia del Magisterio y de su relación con la modernidad, al asumir, de un
modo positivo a la vez que matizado, el concepto de autonomía, que constituye
uno de los elementos centrales de la autocomprensión moderna del mundo? Sin
duda, la cuestión está lejos de quedar agotada por este número, muchas
cuestiones siguen abiertas. Una mera declaración de principios por parte de un
documento conciliar no puede, por sí sola, solventar un abismo secular en el
plano del pensamiento y de la cultura como el que supone el desencuentro entre
la Iglesia y la modernidad. Pero no creo que sea sobrevalorar GS 36 decir que este número ha abierto
el camino y planteado las bases de la superación de ese desencuentro, que hoy
no nos parece tan abismal.
Centremos aún más concretamente
nuestro análisis en un detalle –sin duda uno de los más llamativos– de este
número 36: la célebre cita de la obra de Paschini sobre Galileo. El modo en que
Gaudium et spes aborda el caso
Galileo en su texto final nos parece, quizá, demasiado elusivo, escueto,
insuficiente. En el cuerpo del texto no se menciona, sino que se reserva
simplemente a la cita de un libro en la nota. Podía haberse esperado un
tratamiento más directo y valiente de un caso que pesaba tan gravemente sobre
las relaciones entre la razón y la fe. ¡Cuánto más valientes nos parecen las
intervenciones de Juan Pablo II sobre la cuestión![9] ¿Cómo
no censurar que el Concilio considerase suficiente referirse a él en una
escueta cita en una nota?
Sin embargo, cuando se considera
detenidamente el significado de que dicha nota se refiriese a la obra de
Paschini, la impresión es bien distinta. El libro que Gaudium et spes cita en 1965 había sido concluido por Paschini, a
instancias de la Pontificia Academia de las Ciencias, en 1945; pero su
publicación fue juzgada inconveniente por el Santo Oficio por ser demasiado
favorable al científico pisano. El libro tuvo que esperar a 1964, después de la
elección de Pablo VI, para ver la luz póstumamente.[10] Así,
una obra silenciada por el Santo Oficio pasaba a ser citada como autoridad en
un documento del Magisterio solemne. El cambio de perspectiva, la apertura al
diálogo con la modernidad, el abandono de una actitud unilateralmente
apologética para abrazar un sincero examen de las relaciones con la modernidad,
incluidas las posibles actitudes entre los cristianos que no han tenido en
cuenta la legítima autonomía de la ciencia, resulta un paso de gigante, sin el
cual los pasos ulteriores de Juan Pablo II, que en este punto ha llevado a su
consumación el impulso de este texto de Gaudium
et spes, no habrían sido posibles, o tal vez se habrían retrasado todavía
más.
Ejemplos como los citados estimo
que no pueden pasarse por alto al juzgar el éxito de la Constitución pastoral a
la hora de abordar las relaciones de la Iglesia con la época moderna y, en todo
caso, creemos que resultan más relevantes para evaluarla que sus posibles
deficiencias. Desde luego, en un contexto conmemorativo son estos méritos,
estos pasos de gigante los que deberían subrayarse, si verdaderamente lo que se
quiere durante este año de la fe es señalar la vigencia de la enseñanza
conciliar y no más bien lo contrario.
Las reflexiones que anteceden nos
llevan inevitablemente a la conclusión de que la afirmación de Vian de que
Benedicto XVI no es el sepulturero del Concilio no es en absoluto una obviedad
innecesaria. Seguramente no es la intención del obispo de Roma, pero ciertos
acentos, ciertos silencios, ciertas alusiones pueden suscitar la impresión –sin
duda errada– de que no es su vigencia, sino su caducidad lo que se pretende conmemorar
en este aniversario. Un mayor cuidado en las formas de expresión, una mayor
consideración del significado que las propias palabras tienen cuando no se es
ya un mero teólogo influyente, sino el obispo de la iglesia de Roma, que
preside en la caridad a todas las iglesias, sería beneficiosa para disipar
tales falsas interpretaciones. Y confiamos en que tal será la línea de
Benedicto XVI, contribuyendo a que, sin incurrir tampoco en vacuos panegíricos,
este año sirva para celebrar el don de Dios para la Iglesia que fue el Concilio
Vaticano II, no para entonar por él una elegía.
Coriolanus
[1] Jürgen Habermas, «Ein
Bewusstsein von dem, was fehlt. Über Glauben und Wissen und den Defaitismus der
modernen Vernunft», en Neue Zürcher
Zeitung, 34 (10-XI-2007), 30ss. Habermas había mantenido
anteriormente un abierto diálogo sobre la cuestión con el entonces cardenal
Ratzinger, Jürgen Habermas – Joseph
Ratzinger, Dialektik der Säkularisierung. Über Vernunft und Religion,
Freiburg, Herder, 2005.
[2] Cf. Roman A. Siebenrock, «Theologischer
Kommentar zur Erklärung über die Haltung der Kirche zun den nichtchristlicher
Religionen», en Peter Hünermann & Bernd
Jochen Hilberath (Eds.), Herder Theologischen Kommentar zum Zweiten
Vatikanischen Konzil, III, Herder, Freiburg, 2009, pp. 591-693 (p. 675).
[3] Cf.
Brunero Gherardini, Concilio Vaticano II. Il discorso mancato,
Lindau, Turín, 2011, p. 37.
[4] Cf. Id.,
Quod et tradidi vobis, pp.
420-422.
[5] Ibid., p. 424.
[6] Ni aquí lo deseamos en
absoluto. No creemos que el error se combata con sanciones, ni mandando callar
a nadie, sino con argumentos racionales; pero, ¿conviene alentar estas
opiniones con discursos ambigüos?
[7] Cf. Joseph Ratzinger,
«Überlegungen zur Konfrontation mit der Kirche im Schema XIII», en Dogma und Verkündigung, Wewel, Munich,
1973.
[8] Para una breve visión panorámica de la
recepción de Gaudium et spes cf. por
ejemplo Hans-Joachim Sander, «Theologischer
Kommentar zur Pastoralkonstitution über der Kirche in der Welt von heute Gaudium et Spes», en Peter Hünermann & Bernd Jochen Hilberath (Eds.), Op. cit., IV, pp. 581-886 (pp. 838-864).
[9] V.
gr. el decisivo discurso del 10 de noviembre ante la Pontificia Academia de las
Ciencias. Cf. Annibale Fantoli, Galileo per il copernicanesimo e per la
Chiesa, Roma, Specola Vaticana, 1997, pp. 471-475.
[10] Cf.,
sobre las vicisitudes de la obra de Paschini, Pietro Bertolla, «Le vicende del Galileo di Paschini», Atti
del convegno di studio su Pio Paschini nel centenario della nascita: 1878-1978,
Udine, Pubblicazioni della Deputazione di Storia Patria del Friuli, 1980, pp.
172-108.
4 comentarios:
Me alegra haber encontrado este blog, el artículo se mueve en la linea renovadora por donde vamos muchos seglares, sin embargo me llama la atención que ningún artículo esté firmado. Si yo quisiera publicar algo aqui ¿tengo que poner nombre o seudonimo?
Gracias por tu comentario, anónimo. Los artículos no están firmados por decisión personal de sus autores. Si quisieras publicar puedes decidir tú mismo si usar tu nombre o un seudónimo. Para más información puedes contactar con nosotros por correo electrónico: aulaconciliar[arroba]gmail.com
¡Se nota se siente! CUENCA está presente
Felicitaciones, vengo cansado de tanto recibir palo por seglares y curas tradiconalistas que no desean perder su estatus y, me han llamado lo que a ustedes:masón, sacrilego etc. Saludos y oraciones por ustedes desde Guatemala. este artículo está buenisimo.-
Dí lo que piensas...