¿Continuidad o ruptura? Esa es la cuestión. La continuidad del Vaticano II con todos los concilios anteriores, no cabe duda. El problema es si, pasados unos años, nosotros queremos continuar por el camino emprendido por el Concilio, o queremos romper con él y refugiarnos en tiempos pasados.
El primer signo de continuidad o de ruptura es la ilusión, el deseo y el esfuerzo con que cada cual se acerca a los textos conciliares. Ni está bien leer el concilio para romper con lo anterior, pues no fue esa la intención del concilio, ni tampoco está bien leerlo para atrincherarse en el pasado. Juan XXIII al convocar el concilio dejó claro que no se trataba de repetir lo mismo que se venía diciendo, pues para eso no hacía falta un concilio. Veamos un caso concreto.
La Constitución Dogmática Lumen Gentium expone ampliamente lo que la Iglesia piensa de sí misma. Al presentarse el primer esquema sobre la Iglesia en el aula conciliar se presentaba la Iglesia como una “sociedad perfecta”, y con eso se quería decir que está perfectamente organizada, tiene sus normas, su modo de vida y su misión bien determinada. La organización de esta sociedad es jerárquica: Papa, obispos, clero, laicos. Al hablar así, sociedad perfecta, la jerarquía es la iglesia que enseña, y los que no son jerarquía la iglesia que escucha; unos mandan y otros obedecen, según la voluntad del Señor que la constituyó así.
Este esquema se presenta en el aula conciliar y es rechazado por más de dos tercios de los votos. ¿Es un error o una falsa doctrina sobre la Iglesia? No. Lo que allí se decía tiene su justificación y su parte de verdad, pero al estrechar los lazos la teología con la Sagrada Escritura y los Santos Padres, se ve la Iglesia de otra manera. Aquel esquema se rechazó porque era poco bíblico, nada ecuménico y más jurídico que teológico. No eran doctrinas falsas, pero sí una doctrina rechazada por los padres conciliares porque no expresaba suficientemente la naturaleza de la Iglesia. El concilio rechaza aquel esquema y busca una visión de la Iglesia más rica que aquella.
Lumen Gentium se redacta con cambios muy importantes. La Iglesia nace de la Trinidad y es sacramento (misterio: realidad que hace visible el plan de salvación de Dios) universal de salvación. De esto trata el capítulo primero: el plan del Padre, la misión del Hijo, el Espíritu santificador, el Reino de Dios, las imágenes de la Iglesia y la Iglesia Cuerpo de Cristo.
El capítulo II enseña que la Iglesia es el Nuevo Pueblo de Dios, resaltando así y poniendo en primer lugar lo que une a todos, pastores y fieles. Por eso habla del sacerdocio común de los fieles (LG 10 y 11) y del sensus fidei, la infalibilidad de los fieles en el creer (LG 12). Iglesia pueblo, Iglesia comunidad en la que todos disfrutan de los carismas, todos son la Iglesia y en su comunión hacen visible la comunión trinitaria. Iglesia infalible, que es donde radicará la infalibilidad del magisterio
Por supuesto que la Iglesia es jerárquica, pero antes es Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Las diferencias en los ministerios y modos de vida los estudia el concilio en el capítulo III y siguientes, porque todos están al servicio de la Iglesia. Lo prioritario es la comunidad, el pueblo, el cuerpo de Cristo que es el sacramento de Dios o sacramento universal de salvación.
Y en la constitución jerárquica de la Iglesia, otra novedad importante: la colegialidad episcopal, que no contradice para nada el primado del Papa. Los obispos son sucesores de los apóstoles (LG 20) y forman un colegio (LG 22) cuya cabeza es el sucesor de Pedro. El Papa es obispo de Roma y cabeza de los obispos, no uno entre iguales, sino con verdadera jurisdicción, pero no es un super-obispo de una diócesis universal. Cada obispo lo es de su diócesis y recibe de Dios su ministerio (enseñar, santificar y regir) propio, ordinario e inmediato. Y por ser parte del colegio es co-responsable de la Iglesia universal.
El obispo de Roma no es obispo de todas y cada una de las diócesis, sino de Roma, y su responsabilidad y jurisdicción consiste en servir a la unidad de toda la Iglesia y en confirmar en la fe a sus hermanos. Es más, J. Ratzinger (El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Barcelona, 1972, pp. 160-161) postulaba que el primado de Pedro no incluye necesariamente el gobierno de la Iglesia, el nombramiento de los obispos, el control de todas las liturgias, y sí el servicio a la unidad y firmeza (roca) del Pueblo de Dios.
La teología de la Iglesia-comunión y la colegialidad trajo consigo instituciones de colaboración y participación de todos. Los obispos podían ejercer como colegio en el Sínodo universal, en las iglesias locales se constituyen las conferencias episcopales, y los diversos consejos que permiten la participación de todos: consejo presbiteral, de pastoral, de asuntos económicos.
La continuidad teológica del Concilio Vaticano II es indiscutible, incluso al abrir cauces de participación permite entrever la posibilidad de que esa continuidad llegue a la elección de obispos, por ejemplo, como en la iglesia antigua. Sin ir tan lejos, la lógica de la continuidad significaría adaptar las estructuras de gobierno al nuevo esquema teológico. ¿No es lógico que el sínodo de los obispos tuviera algo más que simple poder consultivo, sin poder emitir decretos vinculantes? ¿No es lógico que los consejos, diocesanos o parroquiales, no se reduzcan simplemente a ser consejos, a los que se puede ignorar o simplemente prescindir de ellos?
En el mundo plural y democrático se entiende muy mal que el ejercicio del poder se realice de manera absoluta. Normalmente se dice que la figura del obispo “monárquico” aparece en la Iglesia en el siglo II, pero lo que no se explica es por qué los obispos o el Papa se tienen que identificar con las monarquías absolutas del siglo XVIII y no con las monarquías parlamentarias del S. XX.
Por supuesto que ha de quedar siempre claro que la doctrina de la Iglesia no es fruto de consensos democráticos, sino que viene de la Biblia y la Tradición, interpretada autoritativamente por el magisterio. Y mucho ganará el magisterio si realmente se tiene en cuenta a los obispos. Y gran ayuda encontrará el magisterio en la promoción y escucha de los teólogos: mirarlos como colaboradores en la evangelización, no como un riesgo, fomentar la libertad de la teología –guardando siempre el método teológico- y no querer reducirlos a comentar el magisterio.
¿Y en los modos de organización del gobierno de la Iglesia? La centralización del gobierno de la Iglesia, del derecho canónico, de las normas litúrgicas, del nombramiento de los obispos, no creo que afecten realmente a lo fundamental del ser de la Iglesia. De hecho, no siempre fue así. Un ejemplo claro son los diferentes ritos litúrgicos que han ido siendo asumidos y centralizados. ¿Qué ha quedado de la liturgia propia de las órdenes religiosas (cartujos, carmelitas, dominicos, etc.? ¿Y del rito Ambrosiano? (Hoy en Milán se celebra con el Misal Romano cambiando de lugar el rito de la paz y el “Señor ten piedad”).
Centrarse en la Iglesia-comunion (que no consiste en que “os pongáis de acuerdo conmigo”, que decía un obispo) no es quitar nada a la iglesia jerárquica, ni es romper con la Tradición de la Iglesia, sino todo lo contrario. Pero sostener esquemas organizativos de la “sociedad perfecta” es romper con el Concilio Vaticano II y traicionarlo gravemente. El Concilio desarrolló y profundizó algo tan clásico como la imagen de cuerpo místico (Pio XII) aplicada a la Iglesia. Y la llevo más lejos recuperando las imágenes de Pueblo de Dios y Esposa de Cristo entre otras.
Honestamente creo que la ruptura con el Concilio es ruptura con la Tradición de la Iglesia, a la que no pertenecen el esquema piramidal de gobierno, la poca participación de los fieles y presbíteros en las iglesias locales y de los obispos en la iglesia universal, la primacía de lo jurídico sobre lo teológico o el autoritarismo.
En conclusión: el Concilio Vaticano II, ni contradice al I, ni a ninguno de los anteriores, está en continuidad, los actualiza, los profundiza recuperando lo mejor de la Tradición de la Iglesia. Pero es notorio que hay quien quiere acomodar el Vaticano II a los anteriores, dando más valor a los planteamientos de aquellos, porque eran más “dogmáticos”. La Iglesia camina en este mundo profundizando y explicitando la fe cada vez mejor; pararse o romper la marcha es ruptura y traición; continuidad es seguir profundizando, acomodar la organización a la teología del Vaticano II y seguir caminando al encuentro del Señor.