Revelación en la Historia, catequesis en la Historia
No cabe duda de que el Vaticano II supuso un cambio sustancial en muchos aspectos de la vida de la Iglesia, y quizá uno de los campos más afectados por los cambios fue el de la catequesis. Las cuatro constituciones conciliares influyen decisivamente en lo catequético, pues la eclesiología, la liturgia y la relación con el mundo son aspectos fundamentales de la catequesis. Sin embargo, me voy a referir únicamente a un aspecto de la catequesis que viene determinado por el cambio en el concepto de revelación, por tanto a lo que dimana de la Dei Verbum, e incluso no a lo más importante.
La Dei Verbum sitúa la revelación en clave trinitaria y, sobre todo, cristológica. La revelación no es otra cosa que el mismo Jesucristo en su presencia y manifestación, palabras y obras, y sobre todo en su muerte, resurrección y en el envío del Espíritu (DV 4). Quien lo ve a él ha visto al Padre. Él completa y lleva a plenitud la revelación y la salvación, que en realidad son lo mismo.
Las consecuencias para la catequesis, la predicación y cualquier anuncio cristiano son evidentes: las claves trinitaria y cristológica son inexcusables. No obstante, me quiero referir a algo también fundamental, aunque no de la misma importancia: la dimensión histórica de la revelación. La revelación no sólo ha tenido lugar en la historia como escenario, sino que –y esto es lo más importante– ha tenido lugar en los acontecimientos históricos, en los hechos que han ocurrido en la historia del pueblo de Dios.
Revelación en la historia
Dios abrió el camino de la salvación revelándose a nuestros primeros padres, llamó a Abraham, instruyó al pueblo por medio de Moisés y los profetas para que lo reconocieran y esperaran al Salvador prometido (DV 3). Esta revelación se realizó “con hechos y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez las palabras proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (DV 2).
Los acontecimientos ocurridos en la historia de Israel son reveladores. Acontecimientos como la salida de Egipto, el peregrinar por el desierto, la conquista de la tierra prometida, la institución de la monarquía, el destierro o la vuelta del destierro, son acontecimientos en los que Yavé se ha manifestado dándose a conocer y salvando a su pueblo.
Dios no es un concepto o una idea, sino alguien que actúa, que está en el mundo, en nuestro mundo y nuestros acontecimientos, que en el acontecer de cada día manifiesta su plan de salvación. Alguien que nos interpela y a quien hay que escuchar y obedecer en los acontecimientos de la vida.
¿Nuestra historia es reveladora?
El Dios de la historia se sigue revelando en la historia de cada persona, en la historia de los pueblos y en la historia universal. Pero vayamos por pasos.
La revelación originaria tuvo lugar en la historia de Israel y en la historia de Jesús sobre todo: esas historias son el paradigma, como una gran tipología de nuestra existencia y nuestra historia. A partir de ahí podemos entender tanto nuestra historia personal como la historia universal; a luz de la historia de Israel, y sobre todo de la historia de Jesús, podremos leer nuestra historia como historia de salvación y podremos decir con el salmista: “venid, escuchad todos los que teméis a Dios y os contaré lo que ha hecho conmigo” (Sal 66, 16). O como María: “el poderoso ha hecho obras grandes por (en) mí” (Lc 1, 46-49).
Los signos de los tiempos
“Es deber de la Iglesia escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio... Es necesario conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza” (GS 4).
Y más adelante:
“El pueblo de Dios movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios (GS 11).
El concilio afirma claramente que quien conduce la historia es el Espíritu de Dios, y en los acontecimientos, aspiraciones, esperanzas y deseos de los hombres podemos y debemos reconocer los planes de Dios.
¿Qué hay que hacer para reconocer los planes de Dios en la historia?
- En primer lugar, mirar a la Sagrada Escritura: con ella podemos comprender si los acontecimientos están en la dirección de la historia de la salvación o en la dirección opuesta. La revelación originaria ilumina y guía nuestra historia.
- La verificación eclesial: debemos confrontar nuestra interpretación personal con la de nuestros hermanos en la fe y sobre todo con la de los que en la Iglesia tienen la misión y el carisma de juzgar con autoridad (los obispos).
- Para todos es necesaria una actitud: estar prontos a dejarse cuestionar por el Espíritu de Dios, siempre operante en la historia, sin la pretensión de haber conseguido definitivamente la intuición absoluta de la verdad.
Hay que reconocerle al Vaticano II el mérito de ser consecuente con su misma doctrina. Por eso la Constitución Gaudium et Spes, comienza fijándose en el mundo contemporáneo y analizando “la situación del hombre en el mundo de hoy”: sus esperanzas y temores (nº 4), los cambios profundos en el orden social, psicológico, moral y religioso (nº 5-7), los desequilibrios del mundo moderno (nº 8), las aspiraciones más universales (nº 9) y los interrogantes más profundos del hombre (nº 10). Esos son los signos verdaderos de la presencia y los planes de Dios. Es decir, ahí se manifiesta Dios. Y podemos añadir, y ahí es donde podemos responder a su llamada con el compromiso moral correspondiente.
Podemos recordar también la cercanía de la Conferencia Episcopal Española a la situación del momento en sus “cartas pastorales colectivas” como “La Iglesia y la comunidad política” (1973), “La reconciliación en la Iglesia y en la sociedad” (1975), o simplemente en comunicados como “La Iglesia ante el momento actual: petición de libertad para detenidos políticos (19 de diciembre de 1975). Esto era algo tan sencillo como mirar los problemas que preocupaban a la las personas e intentar iluminarlos desde la fe.
La catequesis del Vaticano II
Si la revelación tiene lugar en la historia, la trasmisión de la fe no puede ser ajena a la historia, y esto implica, entre otras cosas:
1. Contar historias
La revelación en la historia no se puede enseñar sino contando esa misma historia. Se supera así el viejo concepto que reducía la catequesis a repetir la doctrina cristiana. No es que la doctrina no sea importante, pero en su base siempre hay una historia. Basta recordar el credo. En su versión más antigua, la apostólica, se cuenta que Jesús nació, padeció, fue crucificado, etc. Las exigencias de racionalización nos llevaron al credo niceno-costantinopolitano, donde gana terreno la doctrina: “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero, de Dios verdadero, engendrado, no creado”. Todo es muy importante, pero hay que empezar por lo fundamental que es contar la historia: la de Jesús, la del pueblo de Dios, la de los profetas, etc. Y recuerdo, en este sentido, las maravillosas historias del programa de religión de primero de bachillerato: Abrahán, Isaac, Jacob, David y Goliat, los hermanos Macabeos, etc.… Sin embargo en la catequesis repetíamos fórmulas doctrinales que no entendíamos.
En los años setenta los catecismos escolares –de colores llamativos y uno para cada curso de la EGB– estrenaron el lenguaje bíblico, y no había tema sin su texto bíblico. Porque sin Biblia no se sostiene la fe cristiana, y sin historias bíblicas no hay catequesis.
2. Interpretar la historia
Desde que Dios se comunicó con la humanidad en la historia lo tenemos que encontrar en la historia. Por eso hablamos antes de los signos de los tiempos y el deber de escrutarlos; porque las intervenciones de Dios en la historia pueden iluminar los acontecimientos actuales, los deseos y aspiraciones de los hombres.
¿Y la historia personal? También en ella podemos descubrir y encontrarnos con Dios –reconocer su llamada y su presencia– y también en ella tenemos que responderle. Esto es lo que suscitó la llamada “catequesis de la experiencia”; o la experiencia como punto de partida en el procedimiento catequético. En otro ámbito, la experiencia como fuente –punto de partida– de la reflexión teológica que es el nuevo modo de hacer teología, que postulaba la teología de la liberación.
En el ámbito de la catequesis, y volviendo a los catecismos escolares de la EGB, se descubrió el método de partir de la experiencia: experiencias personales (interrogantes, deseos, las vivencias de amistad, culpabilidad, perdón, alegría, miedos, aspiraciones, etc.), o realidades del entorno con las que se tiene un conocimiento directo (fiestas, imágenes, celebraciones, etc.). Se trataba, no sólo de ambientar la reflexión, sino de partir de una realidad tangible para poder iluminarla desde la fe; o lo que es lo mismo, partir de la historia personal para poder entenderla desde la historia de la salvación.
Con qué gozo recibimos el catecismo “Con vosotros está” para preadolescentes; qué cantidad de horas de trabajo supuso para la Conferencia Episcopal redactarlo en sus ocho tomos (4 para el alumno, 2 como manual del educador, uno de orientaciones y otro de metodología) y qué ilusionado esfuerzo para los catequistas y educadores asumir la nueva metodología. Al Dios de la historia hay que reconocerlo en la historia. Y el encuentro con el Dios vivo no puede darse sino como respuesta a nuestros interrogantes e inquietudes, viviendo en nuestra historia. El agua sirve para la sed y el pan para el hambre; sin sed y sin hambre el agua y el pan no sirven para nada, por muy viva que sea el agua o se trate del mismo pan de vida.
3. Pasar de las doctrinas a la historia
No tardaron en surgir sospechas y cansancios. Porque la catequesis desde la experiencia implica, y de qué manera, al catequista, y lo compromete y lo enfrenta cada día con su fe. Es más fácil contar doctrinas, compromete menos y está más asegurada la ortodoxia. Pero ¿pensar, explicar o enseñar doctrinas transmite la fe? Me permito dudarlo.
En el siglo XIX, el Vaticano I, decía que “plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otro camino, y este sobrenatural, a sí mismo y los decretos de su voluntad” (D 1785). Y esta revelación sobrenatural es absolutamente necesaria “porque Dios, por su infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar de los bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana” (D 1786). En traducción vulgar: verdades que hay que conocer para ir al cielo.
La problemática del momento, intelectualista y ahistórica, encontró la solución que necesitaba; y la teología y documentos posteriores prolongaron esa noción intelectualista de revelación. Humani generis (1950) habla de “verdad revelada” (D 2310), “verdad divinamente revelada” (D 2308), “doctrina divinamente revelada” (D 2314), “depósito de la fe” (D 2313). La teología habla de “locutio Dei” y llega a entenderse como un “dictado de Dios”, como si Dios hubiera entregado a los hombres una colección de proposiciones –verdades ocultas y sobrenaturales– por la vía suprarracional de la inspiración.
En el contexto de una sociedad religiosa, en la que la fe se nos transmitía como por ósmosis en la familia, en la escuela y en la parroquia, la catequesis daba el contenido doctrinal. Pero cuando cambie la sociedad y progrese la desacralización, cuando la sociedad deja de ser cristiana, la catequesis tiene que ser transmisora de la fe y no sólo de doctrinas.
Por otra parte después del Vaticano I, en el pensamiento y la cultura empezó a contemplarse la historicidad como dimensión fundamental de la existencia humana; y en la teología, la vuelta a la Biblia y a los Padres nos pusieron frente a los acontecimientos históricos como lugar y medio de revelación. Lo más importante no son las ideas sobre Dios, sino sus acciones, lo que hizo en otro tiempo y lo que sigue haciendo.
Las palabras son importantes, pero para explicar y entender las acciones de Dios, solas quedan vacías y sin sentido. Lo mismo que las acciones, sin la adecuada interpretación de las palabras, no significan nada.
El reto, pues, de la catequesis entiendo que es este: ser fiel al lenguaje religioso. Palabras para explicar acciones de Dios; palabras que iluminen los interrogantes, deseos y aspiraciones personales y colectivos. Palabras que cuentan historias e interpretan la historia. Sólo así el evangelio será realmente buena noticia. La evangelización no puede ser otra cosa. Y, junto a las palabras, obras que acreditan, verifican y traducen a la vida la fe y la salvación.
Cruz Campos Mariscal
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