"He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia".
Entrada de los padres conciliares del Vaticano II al aula conciliar |
Por este motivo damos inicio a este proyecto de constituir como un aula virtual en la que escudriñar la riqueza de la enseñanza del Concilio Vaticano II, examinar su valor intrínseco y su fecundidad para los desafíos presentes.
Pero ¿es necesario todavía, medio siglo después, dedicar nuestros esfuerzos a la comprensión y aplicación del Concilio Vaticano II? ¿No resulta esta tarea algo redundante? ¿No es superfluo resaltar el valor de su enseñanza, siendo así que nadie duda de ella?
Con preocupación debemos responder que este esfuerzo es más necesario que nunca. El Magisterio del Concilio Vaticano II está lejos de haber sido recibido, asimilado, comprendido, incluso aceptado en amplios sectores y dimensiones de la Iglesia. Era el propio Juan Pablo II quien advertía de la deficiente recepción de la enseñanza conciliar (Tertio millennio adveniente 36):
El examen de conciencia debe mirar también la recepción del Concilio, este gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio. ¿En qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum? ¿Se vive la liturgia como «fuente y culmen» de la vida eclesial, según las enseñanzas de la Sacrosanctum Concilium? ¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares, la eclesiología de comunión de la Lumen gentium, dando espacio a los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del Pueblo de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II? Un interrogante fundamental debe también plantearse sobre el estilo de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Las directrices conciliares —presentes en la Gaudium et spes y en otros documentos— de un diálogo abierto, respetuoso y cordial, acompañado sin embargo por un atento discernimiento y por el valiente testimonio de la verdad, siguen siendo válidas y nos llaman a un compromiso ulterior.
Resulta interesante considerar en este texto cómo el obispo de Roma no denunciaba como defectos de la recepción la existencia de interpretaciones rupturistas de la enseñanza del Concilio en relación con el Magisterio anterior (fenómeno real, por lo demás, al que Juan Pablo II, igual que su sucesor, se ha referido muchas veces), sino, al contrario, la no incorporación a la vida de la Iglesia de los elementos que en esa enseñanza constituían una novedad buscada deliberadamente por los Padres conciliares. Si uno de los temas más recurrentes en el Magisterio del actual sumo pontífice se centra en los grandes males que se siguen de la “hermenéutica de la ruptura” del Concilio, no deja de resultar destacable la profundidad de su predecesor cuando aclaraba que lo malo de estas interpretaciones no era, simplemente, el oscurecimiento de la continuidad del Magisterio, sino –y este era el punto acentuado por Juan Pablo II– que tales exageraciones impedían reconocer y asumir la genuina novedad profética del Concilio. «Es necesario no perder la genuina intención de los padres conciliares; más bien, hay que recuperarla superando interpretaciones arbitrarias y parciales, que han impedido expresar del mejor modo posible la novedad del magisterio conciliar. (Discurso 27-II-2000)»
Esta conciencia de que el Magisterio del Concilio Vaticano II debe entenderse desde la continuidad con la Tradición apostólica, pero que una interpretación correcta exige también percibir la decisiva novedad que supone la profundización que los Padres conciliares hicieron del depósito de la fe, es la que nos mueve a un grupo de fieles católicos a crear este aula consagrada a la reflexión y análisis de dicho Concilio. Reflexión que está abierta a la participación y a tener en cuenta todas las objeciones que puedan plantearse a nuestro humilde esfuerzo, siempre y cuando se planteen como objeciones razonables.
Ninguna reflexión parte de cero; siempre comenzamos con una cierta precomprensión del objeto que aspiramos a interpretar. Quisiera exponer aquí algunos de nuestros principios, si bien no cabe plantearlos como axiomas inatacables, sino como puntos de partida que siempre deberán ser revisados a la luz de los resultados de nuestra investigación y de las objeciones o aporías que puedan plantearse.
- Contemplamos con preocupación como prolifera en la Iglesia católica, tanto en círculos teológicos como en grupos eclesiales, en medios de comunicación, en sectores de laicos o de pastores, en aspectos de la vida litúrgica, etc., un cuestionamiento, a veces tácito, a veces expreso, de la vigencia del Concilio Ecuménico Vaticano II. Este cuestionamiento adopta formas diversas y argumentaciones proteicas, de forma que resulta difícil adoptar frente a él una línea clara de argumentación: desde el mero rechazo de algunas realizaciones posteriores al Concilio (v. gr. la reforma litúrgica), pasando por la acusación de un optimismo determinado por la época de su celebración, la carencia de obligatoriedad de sus textos (por su carácter pastoral y su renuncia a los anatemas), la irreconciliabilidad de determinadas enseñanzas con el Magisterio de siempre (eclesiología de comunión, libertad religiosa, etc.), la exigencia de un Syllabus en el que el papa declare autoritativamente lo válido o erróneo de las distintas enseñanzas conciliares, hasta llegar al extremo de considerarlo un conciliábulo carente de legitimidad. Este rechazo ha existido desde la época del Concilio mismo; pero ha adoptado en los últimos años una especial virulencia y un tono de creciente triunfalismo, presentándose como si determinadas decisiones de la Sede Romana lo estuvieran legitimando.
- Estimamos que los fieles católicos –especialmente pastores, teólogos, comunicadores– que hemos permanecido fieles a la enseñanza conciliar, que nos hemos alimentado pacífica y fructuosamente de su teología renovada y de la liturgia restaurada, que hemos procurado vivir en el modelo de Iglesia presentado por el Concilio, que nunca lo hemos percibido como una ruptura con la Tradición ni podríamos tampoco vivirlo como una mera repetición de la enseñanza anterior, y que somos la inmensa mayoría de los fieles, no estamos respondiendo a aquellas tendencias anticonciliares con la debida energía, claridad, seriedad y valentía; que debemos afrontar estos fenómenos con honestidad, sin disimular su existencia, tomando en serio sus objeciones y discutiéndolas pública y rigurosamente a la luz de lo que vivimos y creemos. En efecto, permanecer en silencio, siquiera por un mero afán de irenismo diplomático, supone dar la impresión de que no existen argumentos para responder a las objeciones, lo cual es un flaco servicio a la verdad y a la fe de la Iglesia.
- El Concilio Vaticano II, legítimamente convocado por el Sumo Pontífice Juan XXIII, y cuyos decretos fueron promulgados por su sucesor Pablo VI, es el vigésimo primer Concilio Ecuménico de la Iglesia Católica, actuación solemne de la suprema autoridad de la Iglesia que corresponde al Colegio de los obispos en comunión con su cabeza, el Obispo de Roma. En consecuencia, su enseñanza exige el religioso obsequio del entendimiento y la voluntad de todos los fieles cristianos, de acuerdo con la intención de dicho sagrado sínodo. Cualquiera que pretendiese ignorar la autoridad del Concilio, minimizarla, o querer zafarse de su aportación doctrinal como simulando que esta se limita a repetir la enseñanza anterior, no puede pretender hacerse pasar por un fiel y obediente hijo de la Iglesia Católica.
- La autoridad del Concilio se prolonga en cierta medida en los desarrollos auspiciados por este y que se han llevado a efecto en el período posterior. Entre estos desarrollos cabe destacar la reforma litúrgica emprendida por Pablo VI y prolongada por Juan Pablo II, el Código de derecho canónico, los diferentes avances y declaraciones en el diálogo ecuménico, etc. Se trata de un aspecto crucial de la recepción del Concilio que, como toda obra humana, es susceptible de perfeccionamiento y profundización. Sin embargo, no es posible pretender ignorar estos desarrollos como si no fueran el resultado de la fuerza renovadora querida por el Concilio. Pretender que la Iglesia podría vivir su fidelidad a la enseñanza conciliar prescindiendo de estos elementos o actuando como si no se hubieran dado es tanto como negar la existencia o legitimidad del mismo Concilio Ecuménico.
- Con razón ha reclamado Benedicto XVI que se lleve a cabo una correcta interpretación del magisterio del Concilio Vaticano II, y ha prevenido contra lo que se ha denominado hermenéutica de la ruptura. Los decretos emanados por el Concilio deben leerse a la luz del magisterio anterior y, más profundamente, de la Tradición viva de la Iglesia. Ahora bien, la continuidad hermenéutica no puede ser unidireccional. Tan absurdo resulta pretender interpretar el sentido del Vaticano II prescindiendo del magisterio anterior, como suponer que dicho magisterio puede ser interpretado correctamente sin tener en cuenta la interpretación auténtica que de dicha Tradición ha hecho el mismo Concilio Vaticano II. No es extraño en la historia de la Iglesia que un movimiento disidente excuse su desobediencia al Magisterio escudándose en una enseñanza magisterial anterior. Así, el semiarrianismo se escudó en ciertas declaraciones de la teología antenicena para rechazar el homooúsios, y el monofisismo se presentó a sí mismo como una defensa de la fe profesada en Éfeso frente a los errores de Calcedonia. El error de esta estrategia es desconocer que nadie tiene mayor autoridad a la hora de interpretar el Magisterio que el propio Magisterio. Quien pretendiendo ser fiel a la tradición magisterial se niega a aceptar la enseñanza del Concilio Vaticano II, desconoce por definición el verdadero sentido de dicha tradición magisterial y, por consiguiente, la traiciona.
- En consecuencia, una verdadera fidelidad al Magisterio plurisecular de la Iglesia exige verlo no sólo como un contenido fijo y repetitivo, ni como suceptible tan sólo de un crecimiento meramente cumulativo, sino como un desarrollo orgánico de profundización en la revelación divina (la cual, consistiendo en la autocomunicación de Dios mismo, es necesariamente inagotable). El Concilio Vaticano II constituye un hito irrenunciable de dicha profundización y esclarecimiento de la revelación divina y, en la medida en que implica un avance en su comprensión con la asistencia del Espíritu Santo, implica una novedad expuesta de manera auténtica, es decir, obligatoria. Esta novedad no es una impugnación del magisterio anterior, pero sí puede implicar resaltar aspectos que en la enseñanza previa habían quedado oscurecidos o sin desarrollar, excluir falsas interpretaciones de las declaraciones ateriores (piénsese en el modo de entender el extra ecclesiam nulla salus), modificar el modo de comprender o aplicar determinadas verdades, precisar conceptos o introducir una cierta terminología. Esto no es en absoluto algo extraño a la historia anterior del Magisterio, sino uno de sus rasgos característicos. No sería, por tanto, una correcta interpretación del Concilio Vaticano II la que pretendiera desconocer o minimizar la profunda renovación y transformación que éste ha significado (y debe significar en el futuro) para la fe y la vida de la Iglesia.
- Estas consideraciones no pueden quedar en meras proclamas retóricas. Cada una de las afirmaciones anteriores, cada uno de estos principios debe justificarse rigurosamente. Creemos que es necesario examinar los contenidos de los documentos conciliares, plantear con la mayor honestidad los problemas y objeciones que se suscitan, discutir de una forma sistemática los argumentos que se presenten, sea cual sea su origen, respetando en todo momento a la persona del adversario; pero escudriñando con la mayor frialdad e implacabilidad sus premisas y conclusiones. Esto exige una aplicación rigurosa de la metodología teológica, sin derivar en consignas sentimentalistas ni adhesiones fanáticas, y sin dar nada por definitivamente sentado, pues sólo quien no cree sinceramente en sus propias convicciones tiene miedo de someterlas al juicio de la razón. Por eso animamos a cualquiera que no comparta estos principios a que –manteniendo siempre la debida cortesía, aún más, entre creyentes, la caridad que cabe esperar entre cristianos– nos exponga del modo más explícito y articulado posible sus objeciones, de modo que podamos darle respuesta razonada, dispuestos como estamos a persuadir mediante la razón, y también mediante la razón a dejarnos persuadir, siempre a partir de la Revelación cristiana y a la luz del Magisterio de la Iglesia. Este examen debe comenzar por nuestras propias posiciones, y debe extenderse, evidentemente, a las de quienes piensan de modo diverso. Incluso, desde una actitud de respeto, debe estar dispuesto a evaluar en qué medida la vida de la Iglesia entera y, en particular, el ministerio de sus actuales pastores corresponde o no, en su predicación, en su liturgia, en su práctica y ordenamiento jurídico, con la renovación de la doctrina y de la vida eclesial auspiciadas por el Concilio Vaticano II. No basta con proclamar la vigencia del Concilio si, al mismo tiempo, se toman decisiones que, consideradas objetivamente, contribuyen a la neutralización del mismo.
En este proyecto coincidimos diversos fieles católicos con sensibilidades diferentes. Lo que aquí exponemos es expresión de esa pluralidad y disposición al diálogo. El contenido de los artículos de cada autor no tiene por qué coincidir en todos los detalles con el pensamientos de los demás. Este es, sin duda, el mejor camino para un análisis objetivo, no tendencioso, de las cuestiones que nos proponemos examinar. En definitiva, nuestra humilde pretensión es crear un espacio donde resuene vivamente la enseñanza del Concilio Vaticano II, se reivindique su vigencia y se extraigan conclusiones, teóricas y prácticas, para dar respuesta a los desafíos doctrinales y vitales a los que se enfrenta la Iglesia de nuestro tiempo. Una convicción nos mueve a ello que quisiéramos expresar con las bellas palabras de Juan Pablo II (Disc. cit., 9): El concilio ecuménico Vaticano II fue una verdadera profecía para la vida de la Iglesia: y seguirá siéndolo durante muchos años del tercer milenio recién iniciado
Coriolanus
3 comentarios:
Está muy bien la idea general de la página. Espero que dé sus frutos.
Un saludo.
Algun profesor de seminario que se dedica a menospreciar en sus clases el Concilio debería leerse este artículo.
Con esta hoja de ruta, no podemos sino augurar y esperar una magnífica singladura a este Aula Conciliar
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