No es raro, en algunos ambientes eclesiásticos, hablar de errores conciliares, por exceso o por defecto. Normalmente se habla más de excesos, abusos, y posturas radicales que han desfigurado realmente el concilio. Yo me voy a referir a un error que, con el paso del tiempo, veo cada vez más grave y de graves consecuencias. No es tanto un error del concilio o su doctrina, sino de los que, acabado el Concilio, no nos enteramos –me incluyo y arrepiento por ello– suficientemente de la doctrina conciliar. Un error por defecto, por no entender y acoger realmente el Concilio. ¿Tendremos el coraje necesario para enderezar el rumbo?
Me refiero concretamente a la enseñanza de la religión en la escuela. En los años setenta los obispos españoles renovaron, creo que con gran acierto, la enseñanza de los catecismos. Todavía no distinguían muy bien entre enseñanza de la religión en la escuela y catequesis (eso lo harían en 1978 y 1979), pero publicaron unos “Catecismos Escolares” adaptados a las distintas edades (los ocho cursos de la E. G. B.) que renovaban sustancialmente la enseñanza escolar y catequética. Frente a los antiguos catecismos que constaban sólo de preguntas y respuestas que había que aprender de memoria, los nuevos fueron enriquecidos con nuevos lenguajes y nuevo estilo. Los catecismos hicieron un esfuerzo por partir de una experiencia del niño que luego se ilumina con textos bíblicos (nuevo lenguaje en los catecismos), textos litúrgicos (otro lenguaje nuevo que añade además la oración al acto catequético), consecuencias morales (compromiso, que ahora se llama “contenido actitudinal”) y todo sin olvidar el lenguaje doctrinal, las preguntas y respuestas de siempre.
La metodología que se fue proponiendo en la enseñanza escolar de la religión, por entonces catequesis, se renovó completamente, y me permito añadir que no está desfasada en absoluto ni siquiera con la metodología escolar actual. El error al que me refería al principio no fue de metodología, ni por falta de materiales adecuados y actualizados que recogían la renovación bíblica y litúrgica del Concilio Vaticano II. La renovación catequética y de la enseñanza religiosa llegó a culmen con el Catecismo “Con vosotros está” que publicó la Conferencia Episcopal Española en 1976. El catecismo completo constaba de: Guía doctrinal para el educador (2 vol.), Orientaciones fundamentales para los catequistas, Bases de programación y Libro del alumno (4 vol.). Total un catecismo que consta de 8 volúmenes. Los materiales, por tanto, el esfuerzo realizado, y la profundidad de la renovación en la enseñanza religiosa y catequesis fueron extraordinarios.
El error vino por otro lado. En los años setenta, con materiales tan valiosos, la enseñanza de la religión en la escuela pasó a manos de los clérigos. La intención era buenísima, pues se les consideraba los mejor preparados para dar bien la clase de religión y los maestros cedieron gustosos su cátedra. El esfuerzo fue muy generoso por parte de los clérigos, pues no cobraban absolutamente nada, y, es más, se pagaban ellos mismos la gasolina si tenían que desplazarse al colegio comarcal. Incluso cabe admirar la responsabilidad con que muchos hicieron cursos de enseñanza religiosa a distancia, se acercaron a los libros de psicología infantil y pedagogía, para estar a la altura de las circunstancias.
¿Dónde está, pues el error? En que los clérigos con la mejor intención invadieron algo que no les pertenecía y que no estaba muy de acuerdo con la mentalidad del Concilio.
El Concilio dejó bien claro la “mayoría de edad” de los laicos. La enseñanza no es algo exclusivo del clero. La enseñanza con autoridad, sí es propia de los obispos. Pero la enseñanza y transmisión de la fe es algo que compete a todos en virtud del bautismo y la confirmación. Ya no se habla, como en otro tiempo anterior, de que los laicos pueden ser llamados por la autoridad eclesiástica a desarrollar tareas de apostolado. Los laicos son “sacerdocio santo” (Lumen Gentium 10), sacerdocio común, distinto del ministerial, pero sacerdocio; están obligados por el bautismo a confesar su fe delante de los hombres por el sacramento del bautismo y “quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe” (Lumen Gentium 11).
El decreto Apostolicam Actuositatem (AA) sobre el apostolado seglar, concreta y desarrolla las enseñanzas de la Lumen Gentium: “el deber y el derecho del seglar al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza”. “Por consiguiente, a todos los cristianos se impone la gloriosa tarea para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado en todas partes por todos los hombres” (AA 3).
No dejo de preguntarme ¿cómo es posible que cuando el Concilio reconoce a los seglares su participación por derecho propio en la misión de la Iglesia se les sustituyera en la escuela? Porque el mismo decreto sobre los seglares (AA) señala, además, como lugares privilegiados para el apostolado seglar la vida familiar y la profesional. ¿Puede pensarse en alguien más apropiado para enseñar religión que un maestro cristiano que quiera ser buen profesional (maestro) y buen cristiano que transmite su fe? ¿Puede pensarse una mejor participación de los seglares en la vida de la Iglesia que la de aportar su profesionalidad llevando a cabo la misión de enseñar, en este caso, como representantes de la Iglesia en el mundo que les es propio?
Además del reconocimiento de la tarea de los seglares, el Concilio reconoció, por otra parte, la autonomía de las realidades terrenas en la constitución Gaudium et Spes (GS). “Todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar, con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (GS 36).
Traducido esto al “roman paladino” significa entre otras cosas que el maestro es maestro y el sacerdote no, si no estudia pedagogía; enseñar en la escuela requiere conocimientos de teología y de pedagogía; el maestro creyente tiene los dos, en virtud de su ser, pero el sacerdote puede conocer la teología, pero la pedagogía y metodología escolar le viene grande, salvo que se reoriente profesionalmente.
La autonomía de las realidades terrenas también significa que una escuela católica tiene que ser escuela, y si pierde “profesionalidad escolar” difícilmente será nada. El sustantivo es “escuela”, y el adjetivo no subsiste realmente sin él. ¿No se invadieron terrenos impropios y se quiso suplir, con buena voluntad incluso, lo más fundamental sustituyendo pedagogía con teología? Eso en una escuela es muy peligroso.
Pasaron los años y los sacerdotes –algunos– se fueron cansando de las clases, en otros casos, los colegios se cansaron de los sacerdotes, y la escasez de clero, además, aceleró el éxodo de los bien intencionados “invasores”.
¿No hubiera sido más fiel al Concilio reconocer la capacidad profesional de los maestros, apoyarlos en “sus necesidades teológicas” con cursos de formación, permitirles la participación y responsabilidad de laicos adultos? Recuerdo con mucho cariño a mis maestros, los de mi infancia, que fueron quienes me enseñaron la religión y me transmitieron la fe, incluso. Hasta nos explicaban en la clase del sábado por la mañana el evangelio del domingo, cosa que no hacía entonces el sacerdote en la liturgia dominical.
La situación actual es realmente delicada. Los maestros de religión son maestros, pero “a modo de interinos”; no han pasado las oposiciones, por tanto están en una situación difícil en la escuela, los miran sus compañeros por encima del hombro, como carentes de profesionalidad. La ley dice que son uno más del claustro, pero en realidad no lo son. Han accedido, en la mayor parte de los casos, por recomendación, sin que estén publicados en ningún lugar los criterios de selección. La ley manda que sea el Obispo quien proponga los candidatos que la autoridad civil nombra y paga. ¿No hubiéramos ganado en profesionalidad si los obispos eligieran, entre los maestros con oposición, a aquellos que quieran, como compromiso de su fe, y estén capacitados para enseñar religión?
No tengo ninguna solución ni es fácil el camino a seguir. Pero con el tiempo he visto que la mentalidad del Concilio no fue la de aquellos intrépidos y bien intencionados que se metieron en la escuela a enseñar religión. Y las razones las he intentado exponer: los que deben ir a la escuela a enseñar son los maestros, porque es su profesión y su mundo, y los ajenos siempre serán cuerpos extraños. La Iglesia es el Pueblo de Dios y los laicos (los maestros en nuestro caso), en virtud del bautismo y la confirmación, son enviados a predicar y enseñar su fe, a evangelizar en su vida profesional y familiar sobre todo.
El Concilio dejó bien claro que los laicos en el mundo, en los quehaceres temporales y profesionales, son ser los verdaderos protagonistas, y dentro de la Iglesia, son parte activa, no meros convidados de piedra. Y si no véase:
Hay que aprender de los errores para no volver a caer en ellos. El Concilio quiso dar más espacio a los laicos –su espacio propio– dentro de la Iglesia, y vieron cómo se les reducía incluso en su propio terreno profesional. El Concilio nos orientó hacia una mayor participación de los laicos y a que asumieran sus propias responsabilidades. Los clérigos no tienen por qué sustituir a los laicos nunca; sí deben ayudarles para que conozcan más y mejor el evangelio, profundicen en su fe y sean cada día más capaces de dar razón de su esperanza. Y, como miembros de un mismo pueblo, de una misma familia, caminar juntos, animarse mutuamente y compartir la fe y la misión que a cada uno pertenece.
Me refiero concretamente a la enseñanza de la religión en la escuela. En los años setenta los obispos españoles renovaron, creo que con gran acierto, la enseñanza de los catecismos. Todavía no distinguían muy bien entre enseñanza de la religión en la escuela y catequesis (eso lo harían en 1978 y 1979), pero publicaron unos “Catecismos Escolares” adaptados a las distintas edades (los ocho cursos de la E. G. B.) que renovaban sustancialmente la enseñanza escolar y catequética. Frente a los antiguos catecismos que constaban sólo de preguntas y respuestas que había que aprender de memoria, los nuevos fueron enriquecidos con nuevos lenguajes y nuevo estilo. Los catecismos hicieron un esfuerzo por partir de una experiencia del niño que luego se ilumina con textos bíblicos (nuevo lenguaje en los catecismos), textos litúrgicos (otro lenguaje nuevo que añade además la oración al acto catequético), consecuencias morales (compromiso, que ahora se llama “contenido actitudinal”) y todo sin olvidar el lenguaje doctrinal, las preguntas y respuestas de siempre.
La metodología que se fue proponiendo en la enseñanza escolar de la religión, por entonces catequesis, se renovó completamente, y me permito añadir que no está desfasada en absoluto ni siquiera con la metodología escolar actual. El error al que me refería al principio no fue de metodología, ni por falta de materiales adecuados y actualizados que recogían la renovación bíblica y litúrgica del Concilio Vaticano II. La renovación catequética y de la enseñanza religiosa llegó a culmen con el Catecismo “Con vosotros está” que publicó la Conferencia Episcopal Española en 1976. El catecismo completo constaba de: Guía doctrinal para el educador (2 vol.), Orientaciones fundamentales para los catequistas, Bases de programación y Libro del alumno (4 vol.). Total un catecismo que consta de 8 volúmenes. Los materiales, por tanto, el esfuerzo realizado, y la profundidad de la renovación en la enseñanza religiosa y catequesis fueron extraordinarios.
El error vino por otro lado. En los años setenta, con materiales tan valiosos, la enseñanza de la religión en la escuela pasó a manos de los clérigos. La intención era buenísima, pues se les consideraba los mejor preparados para dar bien la clase de religión y los maestros cedieron gustosos su cátedra. El esfuerzo fue muy generoso por parte de los clérigos, pues no cobraban absolutamente nada, y, es más, se pagaban ellos mismos la gasolina si tenían que desplazarse al colegio comarcal. Incluso cabe admirar la responsabilidad con que muchos hicieron cursos de enseñanza religiosa a distancia, se acercaron a los libros de psicología infantil y pedagogía, para estar a la altura de las circunstancias.
¿Dónde está, pues el error? En que los clérigos con la mejor intención invadieron algo que no les pertenecía y que no estaba muy de acuerdo con la mentalidad del Concilio.
El Concilio dejó bien claro la “mayoría de edad” de los laicos. La enseñanza no es algo exclusivo del clero. La enseñanza con autoridad, sí es propia de los obispos. Pero la enseñanza y transmisión de la fe es algo que compete a todos en virtud del bautismo y la confirmación. Ya no se habla, como en otro tiempo anterior, de que los laicos pueden ser llamados por la autoridad eclesiástica a desarrollar tareas de apostolado. Los laicos son “sacerdocio santo” (Lumen Gentium 10), sacerdocio común, distinto del ministerial, pero sacerdocio; están obligados por el bautismo a confesar su fe delante de los hombres por el sacramento del bautismo y “quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe” (Lumen Gentium 11).
El decreto Apostolicam Actuositatem (AA) sobre el apostolado seglar, concreta y desarrolla las enseñanzas de la Lumen Gentium: “el deber y el derecho del seglar al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza”. “Por consiguiente, a todos los cristianos se impone la gloriosa tarea para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado en todas partes por todos los hombres” (AA 3).
No dejo de preguntarme ¿cómo es posible que cuando el Concilio reconoce a los seglares su participación por derecho propio en la misión de la Iglesia se les sustituyera en la escuela? Porque el mismo decreto sobre los seglares (AA) señala, además, como lugares privilegiados para el apostolado seglar la vida familiar y la profesional. ¿Puede pensarse en alguien más apropiado para enseñar religión que un maestro cristiano que quiera ser buen profesional (maestro) y buen cristiano que transmite su fe? ¿Puede pensarse una mejor participación de los seglares en la vida de la Iglesia que la de aportar su profesionalidad llevando a cabo la misión de enseñar, en este caso, como representantes de la Iglesia en el mundo que les es propio?
Además del reconocimiento de la tarea de los seglares, el Concilio reconoció, por otra parte, la autonomía de las realidades terrenas en la constitución Gaudium et Spes (GS). “Todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar, con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (GS 36).
Traducido esto al “roman paladino” significa entre otras cosas que el maestro es maestro y el sacerdote no, si no estudia pedagogía; enseñar en la escuela requiere conocimientos de teología y de pedagogía; el maestro creyente tiene los dos, en virtud de su ser, pero el sacerdote puede conocer la teología, pero la pedagogía y metodología escolar le viene grande, salvo que se reoriente profesionalmente.
La autonomía de las realidades terrenas también significa que una escuela católica tiene que ser escuela, y si pierde “profesionalidad escolar” difícilmente será nada. El sustantivo es “escuela”, y el adjetivo no subsiste realmente sin él. ¿No se invadieron terrenos impropios y se quiso suplir, con buena voluntad incluso, lo más fundamental sustituyendo pedagogía con teología? Eso en una escuela es muy peligroso.
Pasaron los años y los sacerdotes –algunos– se fueron cansando de las clases, en otros casos, los colegios se cansaron de los sacerdotes, y la escasez de clero, además, aceleró el éxodo de los bien intencionados “invasores”.
¿No hubiera sido más fiel al Concilio reconocer la capacidad profesional de los maestros, apoyarlos en “sus necesidades teológicas” con cursos de formación, permitirles la participación y responsabilidad de laicos adultos? Recuerdo con mucho cariño a mis maestros, los de mi infancia, que fueron quienes me enseñaron la religión y me transmitieron la fe, incluso. Hasta nos explicaban en la clase del sábado por la mañana el evangelio del domingo, cosa que no hacía entonces el sacerdote en la liturgia dominical.
La situación actual es realmente delicada. Los maestros de religión son maestros, pero “a modo de interinos”; no han pasado las oposiciones, por tanto están en una situación difícil en la escuela, los miran sus compañeros por encima del hombro, como carentes de profesionalidad. La ley dice que son uno más del claustro, pero en realidad no lo son. Han accedido, en la mayor parte de los casos, por recomendación, sin que estén publicados en ningún lugar los criterios de selección. La ley manda que sea el Obispo quien proponga los candidatos que la autoridad civil nombra y paga. ¿No hubiéramos ganado en profesionalidad si los obispos eligieran, entre los maestros con oposición, a aquellos que quieran, como compromiso de su fe, y estén capacitados para enseñar religión?
No tengo ninguna solución ni es fácil el camino a seguir. Pero con el tiempo he visto que la mentalidad del Concilio no fue la de aquellos intrépidos y bien intencionados que se metieron en la escuela a enseñar religión. Y las razones las he intentado exponer: los que deben ir a la escuela a enseñar son los maestros, porque es su profesión y su mundo, y los ajenos siempre serán cuerpos extraños. La Iglesia es el Pueblo de Dios y los laicos (los maestros en nuestro caso), en virtud del bautismo y la confirmación, son enviados a predicar y enseñar su fe, a evangelizar en su vida profesional y familiar sobre todo.
El Concilio dejó bien claro que los laicos en el mundo, en los quehaceres temporales y profesionales, son ser los verdaderos protagonistas, y dentro de la Iglesia, son parte activa, no meros convidados de piedra. Y si no véase:
"Compete a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse en adquirir verdadera competencia en todos los campos… Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta a todas las cuestiones, aun graves que surjan. No es ésta su misión. Cumplan más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio. […]
Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que, además, su vocación se extiende a ser testigos en todo momento en medio de la sociedad humana." (GS 43).
Hay que aprender de los errores para no volver a caer en ellos. El Concilio quiso dar más espacio a los laicos –su espacio propio– dentro de la Iglesia, y vieron cómo se les reducía incluso en su propio terreno profesional. El Concilio nos orientó hacia una mayor participación de los laicos y a que asumieran sus propias responsabilidades. Los clérigos no tienen por qué sustituir a los laicos nunca; sí deben ayudarles para que conozcan más y mejor el evangelio, profundicen en su fe y sean cada día más capaces de dar razón de su esperanza. Y, como miembros de un mismo pueblo, de una misma familia, caminar juntos, animarse mutuamente y compartir la fe y la misión que a cada uno pertenece.
Deogracias
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